domingo, abril 30, 2006

Desastre del tiempo

Bruno Marcos
El de r. había conseguido el enlace. Una tienda de libros de lance que había cerrado años atrás y quería liquidar sus existencias. El primer paso fue fallido, el café en el que habíamos quedado estaba cerrado y, en el tiempo en que tardó en aparecer el librero, dos yonkis, de los que casi ya no quedan, remontaron un jardincillo pegándose, con esa desgana con la que se golpean ellos, como sin fuerzas.
Al principio nos dijo que el almacén estaba en el casco antiguo y después aquí, a dos manzanas de mi casa. Con la espera especulamos con que se tratase de una encerrona para secuestrarnos y hacer con nosotros tráfico de lectores polvorientos.
Llegó el librero y resultó que el local era una antigua carnicería donde los libros desfallecían en la inanición por el suelo, en cajas de cartón, entre las patas de huérfanas banquetas y sobre alguna mesa.
Me sorprendí a mí mismo buscando y rebuscando allí donde asomaban librillos locales, cosas de autores de aquí que conocí algún día o de los que oí hablar. No sé si era el morbo o esa pura novela propia que buscamos todos.
Aunque estaban la totalidad de los libros amontonados y revueltos, por una suerte de lógica residual de algún pretérito órden, aparecían increíblemente agrupados por temática. Y, cuando volvías a un sitio por el que ya habías pasado y dabas por inspeccionado, siempre veías cosas distintas, "es -dije- la carnicería como el libro de arena de Borges".
Al fin, el grupo éramos tres hombres, una mujer, una niña y un librero en la carnicería-librería que era más pequeña que el salón de mi casa. Quien se entregó con más pasión al rastreo fue el de r. que, en cuclillas, diseccionó casi la totalidad del material que estaba por el piso y en los rincones. Cada vez que encontraba algo interesante me lanzaba el volumen hasta donde yo estaba. El librero en excedencia, con su voz de actor, cantaba, de vez en cuando, los títulos más pintorescos que encontraba: “Marxismo y espíritu, Historia de la Iglesia Católica...”. No tanto porque pudieran interesarnos cuanto por reírse de las preocupaciones de la que debió ser su propia generación.
Detuve mi autismo zahorí y le dije: “Hay mucho comunismo, marxismo...”. Y él, no carente de ironía, añadió: “Era la época...”.
-Sólo hay – declamó poco después- tres tiendas de viejo en León, que, en realidad, son dos, porque una es ya de libro de lujo.
-A mí eso –añadí yo- no me interesa, eso son objetos.
-Estoy encuadernando ahora en piel para un señor todos los tomos de una enciclopedia de Diderot, una obra colosal, mucha pasta le debió costar. Los dos últimos tomos son ilustraciones...
Seguimos otro rato levantando polvo hasta que uno de nosotros, objetando que el polvo del libro viejo es cancerígeno, salió a fumar.
-El otro día-empezó a narrar el librero- fui con un amigo a ver una biblioteca que quería uno vender en un pueblo y el vendedor, un tipo lleno de tatuajes, nos llevó a una casa quemada, entramos por los escombros y llegamos hasta una habitación y, allí, estaban los libros, en un recodo salvado del fuego...
-No tendrás algo de las revistas que se hicieron aquí –le pregunté.
-Sí hombre, cómo no, siempre hubo aquí algo, alguna revista... Ahora están estos chavales del Leteo, pero son un desastre, vienen a descubrirte a Lou Reed, Heidegger y cosas por el estilo... Mira esto es de este de aquí que le publicaron esto al salir de la cárcel por atracar una farmacia. Todavía anda por ahí, se jubiló de funcionario con pocos años, cuarenta o así... Podía haber llegado a algo pero... Si es que toda esa época tiene una novela que alguien debería escribir...
-Tú mismo –añadió el de r. animando al librero.
-Mira, aquí hay un Canto de la Tripulación, yo fui a clase con los dos hermanos Álix.
-Lo pone por la nubes Trapiello en sus diarios, es de los pocos.
-¿No hubo aquí una revista en tiempo de Llamazares?
-Sí: Barro. Julito sí despuntó, fue casi el único, llego a Madrid un poco antes que yo pero, claro, coincidió con que le arroparon los que estaban allí, el del Diario 16, L.M.D., etc.
-Pero ahora parece que ha quedado en vía muerta.
-Sí, ha quedado en vía muerta, ha sacado esa novela que es de un pintor que va a Madrid, que le conocí yo, que ya murió...
No me pillaba de nuevas toda esa letra derramada, carente de futuro, ya estoy familiarizado con la efimeridad de la literatura que se pretende eterna, la mía incluida, pero, de pronto, ver esas ediciones de Hilario Franco, Eloísa Otero, a quienes traté en mi vanguardia, en una colección hecha con máquina de escribir, plagada de erratas, plasmando sentimientos tan pueriles, tan autocomplacientes me desasosegó. No estaban mal como objetos, sólo les daba la solidez de libro un par de grapas en las comisuras de las hojas.
Creo que todo lo que compré fue por morbo: Las revistas que lo fueron de un crítico local, el único libro de poemas que escribió otro, algunos adonais aún sin desflorar, el Canto de la Tripulación plagado de tatuajes, drogas, palabrotas y travestis, unos cuadernos para cualesquiera diálogos, un circo varado, una rebelión de las masas en edición de masas, tres obras de teatro que jamás leeré, escogidas sólo por sus portadas modernistas de 1900 y una Teogonía en agonía. El de r. me cedió uno de sus hallazgos, un librito de las poesías completas y bilingües del Poe. Al final el de r. compró un montón de libros distintos a los que había seleccionado, ni él conocía a los autores. “Me los habéis movido” nos acusaba. “Creo que le has comprado esos -le contesté- por pagar de alguna forma el derecho a entrar a rebuscar, como si esa adquisición, un tanto absurda, fuera la licencia para pasar a contemplar ese desastre del tiempo”

Dibujo "Lector asiduo de Camilo José Cela". Monseñor. Colección Partícular de Bruno Marcos.

sábado, abril 29, 2006

La ciudad pintoresca (1)

Bruno Marcos
A medida que pasa el tiempo uno se da cuenta de que su pasado se vuelve pintoresco. Incluso se ve en los escenarios cotidianos, en la piel de la ciudad entregada al vaivén constructivo y demoledor, y piensa uno en cómo se verá la infancia de uno cuando tenga ochenta años, será casi casi irreal, como cuando te dicen los viejos que ellos iban en burro de un pueblo a otro.
Pasaba yo por la linde de un descampado que llamaban la bolera, luego junto al muro de una residencia de curas ancianos, después por una extensión de casitas de dos plantas construidas con malos materiales, más tarde por entre unos bloques de los años setenta y, un poco antes del colegio, por aquellos soportales mugrientos, frente a la iglesia de Santa Ana, una casa antigua, de pueblo, hundida entre las manzanas de siete u ocho pisos.
Era una sensación contradictoria caminar bajo esos soportales, entre las columnas de madera torcida que parecían siempre estar a punto de dejar desplomarse a toda la vivienda. Me resultaba extraña pero no llegaba a elaborar ningún pensamiento sobre ello, al fin y al cabo todo era muy peculiar, dos veces por semana veía pasar caballos, cerdos y tratantes por la calle camino de la plaza de ganado que estaba pared con pared con mi escuela.
El caso es que hará tres o cuatro años, un tanto ocioso, abrí un libro de pintores locales y para mi sorpresa al menos dos, desde distintos estilos, habían recogido el edificio en cuestión. Uno de ellos lo hacía desde un punto de vista más romántico, más costumbrista, pero el otro quería resaltar el contraste de la casita de pueblo frente a los bloques de pisos que la cercaban. La casa ya no existía por entonces, creo que, poco después de la transición, la especulación inmobiliaria se la llevó por delante. Lo normal. El enigma era por qué había durado tanto. Me enteré de forma fortuita de lo que debía haber sido uno de los secretos más conocidos y callados de mi ciudad, el de que tal casa era la que lo fue de la familia de Buenaventura Durruti. Sospecho que durante toda la dictadura nadie se atrevió a tirarla por la carga simbólica que debía poseer. Al fin parece que la llegada de la democracia hubiera sido menos respetuosa que el cruel franquismo, tal vez porque con ella viniera más que una disolución de los conflictos una amnesia convulsa en la morfina del dinero.

martes, abril 25, 2006

Vivir en novela

Bruno Marcos
Con las novelitas y el diario he empezado a pensar en novela. Una noche cualquiera en la que tardo en dormirme comienzo, sin percatarme de ello, a narrarme a mí mismo lo que yo mismo pienso. A veces voy en el coche yo solo y escribo mentalmente algunas páginas, incluso, hace días, cuando pasé una noche con fiebre, mi cerebro, en duermevela, relató hoja y media de las memorias de Casanova que se iba inventando, con diálogos y todo.
De los 17 años a los 20 viví en poesía. Era enormemente agotador. Lo repite muchas veces Antonio Colinas, comenta que la poesía es una forma de estar en el mundo. Cuando lo dice me recuerda a Hölderlin y a Heidegger. Seguramente el verso exacto que le inspira es aquel en el que el vate exclama que es poéticamente como el hombre habita esta tierra. Para mí resulta muy fácil entender eso porque yo he experimentado ese estado pero mi pregunta es si se puede permanecer toda la vida en él, en poesía. Probablemente sea como el enamoramiento. Estar enamorado es una forma de estar en el mundo, un estado mental que transforma todo, sin embargo, ¿tendría algún sentido que se prolongase en el tiempo indefinidamente?¿No sería contrario a la propia naturaleza del enamoramiento que este durase siempre? ¿Sería asimismo posible ser poeta a tiempo completo y de forma vitalicia?
De los 14 años a los 17 viví en pintura, cogía los pinceles todos los días y cubría todo tipo de superficies por un lado y otro hasta que pensé que la pintura podía ser un ojo total, que podía aprehender el mundo y colarlo hasta un cuadro y esa mecánica, en la que me retaba a mí mismo a atrapar lo real, consiguió que hiciese mis cuadros más horribles. Yo era un niño y no sabía que una cosa es un cuadro y otra la realidad.
Sin embargo, es mucho más posible ser narrador más horas del día. Alternas entre ser personaje y autor, incluso confidente.

lunes, abril 24, 2006

BASURA METAFÍSICA

Bruno Marcos
Entró después de la charla, de la exposición y, casi, de los canapés. Le recibí como a un profeta de mi propia religión. Le dije varias veces que le debo un blog pero que la pereza ante la magna empresa de describir su desbordante personalidad me ha echado para atrás en varias ocasiones.
Enseguida arremetió con sus nuevos proyectos y se nos reveló el nuevo Luis Melón como lo que ya había oído: un artista correcto, un aprendiz de moderno, como todos.
-Me gustabas más antes-le dije a bocajarro-. Lo que tenías que hacer es mostrarte tal como eres, disparando ideas a cual más absurda, más cínica, más cómica, sin llegar casi nunca a realizar ninguna, ese es tu verdadero potencial, esa creatividad.
Abelardo que es quien va a asesorarle de cómo hacer esos robots que son sus nuevas obras viene a decir que el mundo es ya tan tecnológico como físico, que, tal vez, todo lo que se nos pueda ocurrir esté ya hecho.
-Eso es basura metafísica –interrumpo-. Mira te regalo la frase que, en realidad, no es un regalo porque la frase se me ha ocurrido pensando como si fueras tú, plagiándote.
-Primero tengo que meterme en ese mundo y luego ya seré yo mismo. Lo que realmente me gustaría hacer ahora es tatuar cerdos, lechones.
Le conocí sin conocerle, es decir, entré en un foro –virgen yo en esas lides- a cara descubierta y me crucificó. Ser insultado es duro, pero que te llamen hijo de puta sin hache y cosas así es todavía mucho más fuerte. Desde ahí empezó a hilar alegorías cada vez más fascinantes como, por ejemplo, que mejor que las performances que yo hacía él proponía que entrasen los g.e.o.s. en mi casa y le diesen una manta de hostias a mi madre o cosas por el estilo.
Ayer, cuando le cambié el tercio rememoró aquella lista que yo envié para hacer un arte underground. Me pedía la lista y yo se la pedía a él porque nadie la tiene, entonces miró al cielo y dijo: “hacer exposiciones debajo de los puentes... debería seguir esa lista...”
Al principio de una charla que yo daba con David Loss se me apareció, entonces era el artista emergente que se había hecho famoso hacía pocos meses por subastar cápsulas de su semen. Desde el público me sonreía y yo, no sé a santo de qué, por alguna cosa que me había dicho minutos antes, le cité y señalé. Cuando bajaba del estrado un muchacho un tanto anestesiado se me quedó mirando, no le hice caso pero le oí decir: “... eh... tú eras el profesor...” Al salir lo recordé yo también, se trataba del chico que entró en mi clase y me contó que él era una artista que buscaba asesoramiento. Había hecho una exposición en un antiguo colegio de huérfanos tirando los cuadros por encima de la tapia, ahora los había desperdigado por el suelo del hall de la universidad. Melón me apartó de él como si fuera mi guardaespaldas. Yo no quería hablar con el muchacho porque había salido trasquilado de ese pupilaje pues, al final de la conversación, me animé a confesarle que yo era Bruno Marcos a lo que él me contestó no sin anticipado desprecio: “¿y quién es Bruno Marcos?”. Melón hablaba sin parar con una gracia indescriptible en este texto, contaba que no le seleccionaban en ningún concurso y que estaba harto pero lo decía entre carcajadas, añadiendo que al próximo concurso iba a enviar cuadros gigantes que no entrasen por las puertas, que les plantease un serio problema.
Yo seguí, antes de conocerle, el caso del semen subastado. Me pasaba un poco como con lo del concierto de ovejas, tenía la absurda sensación de que yo, por haber sido el primero en hacer cosas un tanto estrafalarias o modernas, hubiera inducido a otros a salirse de órbita, cosa que, vista ahora, podría hasta parecerme positiva. Total que, en medio de todo eso, un día apareció en la prensa una nota que volvía más literaria toda esta bohemia: “El artista José Melón nos envía un comunicado aclarando que él no es el artista Luis Melón que, estos últimos días, ha saltado a los medios nacionales por la subasta de su semen”. De no ser porque sé con certidumbre que ese otro tal José Melón existe también habría pensado que él se lo había inventado.
Creo que trabaja con basura, con las heces, con todo lo que queda por ahí y nadie se toma la molestia de organizar. Por ejemplo, una de esas obras nunca hechas era recoger perros atropellados por las carreteras y exponerlos en una galería. Cuando te lo cuenta se da una explosión, una carcajada pero si después lo piensas es terriblemente dramático. Todos hemos visto en la carretera a esos perros, el primer día el cadáver, al segundo se va aplastando, parte de ellos se la llevan las ruedas de los innumerables automóviles, y, luego, seis o siete días más tarde, cuando ya se te había olvidado del pobre chucho, te fijas en la mancha, casi imperceptible y no le das importancia, no lo meditas, no intentas organizar una pequeña teoría que alivie esa crueldad tonta, inservible, insignificante. Sin embargo a él se le ocurre coger a los animales destrozados y exponerlos en una galería. La gente al oírlo cree que la crueldad va contra los perrillos pero, en realidad, reacciona con rechazo porque la dureza la dirige a los espectadores, a toda una sociedad de espectadores.
De seguir así lo perderemos entre las manadas de artistas jóvenes intrascendentes, correctos, tan parecidos a un anuncio, mucho más inocuos que un anuncio. Él entra en el arte por donde entra nuestro país en todo, por la picaresca. Igual que Estados Unidos entra en el arte, como en todo, por el negocio, en España vivimos siempre en el Siglo de Oro. Pero Melón acabará denunciando las mismas cosas que Quevedo cuando los demás se anden por las ramas.
Basura metafísica. Se vuelve hacia su novia y le dice: “Me gusta... cuando tenga un hijo le llamaré Basura metafísica”. Y la novia le contesta: “Tu puta madre”.
Otra novia que tuvo, que resultó ser la hija de mi profesor de literatura, mi maestro mágico, tampoco le estimaba como artista, con aquella fuimos a la premier del restaurante de drag queens, y se entusiasmó mucho más con los hombres peludos danzando como mujeres extravagantes que con las ideas de su novio.

sábado, abril 22, 2006

Ramsés

Bruno Marcos
La primera vez que le vi me sorprendió su vitalidad. Les preguntaba a los demás que cómo podían no creer en dios, que si él no volvía a ver a su padre le daría algo. Luego me enteré de que había muerto no hacía mucho, apenas debía tener cuatro años más que yo. No sé quien me contó que al enterarse salió corriendo hacia él, hacia donde había ocurrido el desenlace trágico. ¿Cabe algo más puro?¿Una reacción más hermosa de un hijo hacia la muerte de su padre? Salir corriendo, a pie, desde donde estuviera, sobre el asfalto, por los pedregales, entre las espigas, por el campo o los solares hasta él. ¿Qué mejor despedida de un hijo a su padre aunque este nunca llegase a saberlo?¿Y creer en dios, no para salvarse a uno mismo del miedo a no existir, sino para volver a ver a tu padre?¿Es posible toparse con una belleza mayor?
Me defraudó en este curso porque no escogió mi asignatura. Se lo recriminé y me dijo que a él siempre le había gustado esa otra materia aunque se aburría y sólo estaban dos en clase. Le pedí que me siguiera viniendo a ver y así lo hacía, siempre que pasaba cerca de mi aula me resumía sus hazañas adolescentes y, muchas veces, mientras se iba me decía: “Bruno, te echo de menos”.
Después, poco a poco, con las prisas, solamente, al cruzarnos, nos decíamos cuatro cosas. Pero ayer, porque faltaba otro profesor, estuvimos toda lo hora juntos. Comenzó con una de sus obsesiones: las formas de morir. Ayer tocaba el espacio. Él prefería quitarse el casco de astronauta y que le explotase la cabeza a asfixiarse lentamente. Aunque pasó la mayoría del tiempo discutiendo de fútbol con otros luego le surgió una duda que vislumbra su inteligencia: “Bruno, ¿si sales de España hacia América, teniendo en cuenta la rotación de la tierra, tardarías menos que a la vuelta? ¿no?”.

domingo, abril 16, 2006

JESÚS

Bruno Marcos
Lo que más me fascina de los evangelios últimamente son sus rasgos de verosimilitud. Por ejemplo, ese joven que sale, en Marcos, durante el prendimiento envuelto en una sábana sobre el cuerpo desnudo y que, cuando intentan capturarlo, huye desnudo dejando la sábana. O esa confusión, al expirar, cuando exclama Eloí, Eloí, lama sabachtaní? Que algunos de los asistentes a la crucifixión entendieron mal creyendo que llamaba al profeta Elías para que le salvara cuando lo que dijo era Padre, ¿por qué me has abandonado? O, por supuesto, las dudas de Getsemaní, que la propia iglesia clasifica como esas particularidades inexplicables de la psicología de Jesús dada su doble condición de hombre y dios.
Todos esos datos son sublimes desde el punto de vista narrativo porque no puedes dejar de pensar que esas cosas pasaron tal y como lo expresan las escrituras porque a nadie se le ocurre incrustar la aparición del muchacho, o una confusión en un momento tan enorme como la muerte de un dios, o el hecho de admitir -por escrito- que este mismo dios pide dejar de serlo, que si es posible pasase de él el cáliz de ser dios. Tienen tal potencia realista que creo que ni siquiera aquellos a quienes no convenía que aparecieran estas dudas no tuvieron el valor de borrarlas.
Mi padre y mi madre defendían que si no había milagros Jesús no habría sido dios y que, sin ellos, la gente no habría creído en que era algo especial. Yo les preguntaba qué han aportado los milagros a la Humanidad, que el mensaje de Jesús era solamente uno, el del amor y la igualdad de los hombres, y que eso sí había cambiado la Humanidad. Los milagros eran para que los tontos creyeran en el otro mensaje cegados por lo insólito.
Me fui con la idea de que yo mismo había predicado en el desierto pero una o dos semanas después oí a mi madre decirle a alguien que los milagros eran algo secundario, que los hizo para que creyera en él la gente que no se convencería con los argumentos sin más. Tuvo además el detalle de citarme como fuente de esa idea.
Hoy, domingo de resurrección, enciendo el televisor y un grupo de tertulianos -perdido en un canal local- echan la culpa a Pablo de que se inventara la naturaleza de Cristo divino. Dicen que Pablo tuvo muy poco éxito entre los judíos pero mucho entre los gentiles y entonces helenizó todo el personaje de Jesús. Un cura, en clara minoría, apela a la razón para que no le digan que lo que le pasó a Pablo es que le dio un ataque de epilepsia cuando cayó del caballo.
El caso es que la mayoría defiende lo que yo, que los milagros están a punto de desaparecer como literalidad histórica y a punto de entrar a ser forma literaria. Sin embargo uno de ellos va más allá de lo que me parece justo y me inquieta, añade que en el mundo helenístico la taumaturgia estaba a la orden del día y los trucos, tales como resucitaciones y demás, eran realizados por magos de muchos tipos. Esto no puede entrar en mi cabeza como no puede entrar en la de mis padres que Jesús sólo fuese hombre: ¿Cómo iba a ser un falsificador?¿Cómo una persona como él iba a valerse de la magia, de la mentira para proclamar la verdad?
Puestos a sospechar, ¿tal vez la verosimilitud literaria sea, en mi caso, el milagro, los milagros puestos para gente como yo, y, milagros y verosimilitud literaria, sean ambas cosas falsas?

viernes, abril 14, 2006

Genarín

Bruno Marcos
Yo defiendo que volvamos al paganismo y que nos limitemos a celebrar la llegada de la primavera, esto otro es una cosa muy rara. A la sensación agradable de poder salir a la calle sin frío y ver a la gente más contenta se le suma, con la semana santa, una fantasmagoría total con imágenes, sonidos, olores, escenificaciones y coreografías de todo tipo, que acaban por aturullar el entendimiento del viandante y por dejarle desorientado en medio de una gran sensación de irrealidad.
Aquí hay una antiprocesión, o contraprocesión, además de no sé cuantas cofradías que nacen de forma espontánea, aquí y allá, dándose el caso de que en una ocasión, estos últimos años, dos desfiles colisionaron y, ante la disputa por la preferencia, hubo tortas.
Esta antiprocesión discurre en la noche de jueves santo mientras -se supone- que Jesús meditaba si valía la pena morir o no por nosotros. Esta contraprocesión se llama El Genarín. Cada vez siento menos simpatía por Genarín y me veo más fascinado por la figura de Jesús.
Seguro que antes, cuando la religiosidad exacerbada condicionaba todo lo natural, congregarse uno cuantos tipos a cenar, beber, leer unos poemas y desfilar en una procesión esperpéntica dedicada a un borrachín de principios de siglo al que atropelló el primer camión de la basura que hubo en la ciudad mientras se aliviaba junto a la muralla, tendría su encanto de liberación y rebeldía, pero, hoy, no pasa de ser un avatar más con vocación de atracción turística.
Sinceramente creo que ahora sería mucho más raro encontrar a alguien que viva la semana santa con fervor religioso que con el júbilo festivo-turístico.
Era yo un adolescente anhelante de bohemias cuando fui por primera vez al Genarín. Al internarse la procesión de los borrachos en las callejas traseras de la catedral empezaron a volar botellas vacías que caían, al tuntún, entre cabezas espontáneamente indultadas por el azar. Al llegar a la muralla, flanqueado por sendas hileras de orinadores vislumbré a Calentín, a quien me abracé como iluminado con exceso, a partes iguales, de alcohol y lecturas del Valle de Luces de Bohemia, exclamando: “Esto es el esperpento”.
Ayer, como perros viejos, nos sentamos en el Cafetín a esperar oír el rurún de los oficiantes. Salimos a la puerta y allí estaban, dos con capa a la española y otros desastrados. La novedad estaba en unos cuantos muchachos con cámaras y micrófonos e incluso la claqueta cinematográfica. Uno de ellos, pertrechado como camarógrafo a poco estuvo de despeñarse desde la ventana del segundo piso del Cafetín. El hermano mayor de la extravagante cofradía inició el responso y, a las cuatro palabras, paró y empezó de nuevo porque los del vídeo no lo habían pillado. En eso sonó la claqueta a lo cual un hombre sesentón y un tanto congestionado gritó a mi lado: “Menos cine y más Genarín”. Me volví hacia él y complaciente le dije: “Eso, eso...”. No me contestó y siguió pasando de la congestión a la cólera: “Menos cine -repitió- y más Genarín”. A lo que añadí yo: “Además de verdad”. Y, como alentado por mi apoyo, cuando el hermano mayor pasó a nuestro lado contando los 30 pasos de la estrechísima Calle de la Sal en la cual vivió el mayor evangelista de este santo se arrimó a él y le gritó a la oreja: “Menos cine y más Genarín”. En ese momento el brazo armado de mis opiniones me empezó a dar miedo y me disolví. Desistimos de ir hasta la muralla a ver como el hermano escalador trepaba por ella para subir los reglamentarios orujo, naranjas, queso y corona de flores.

jueves, abril 13, 2006

LOS MOTES

Bruno Marcos
Existe un asunto con los motes: El de R. dice que no le gusta el suyo, que prefería uno como el calvo o el chepo, aunque estos denoten un defecto físico. Sin embargo A., desde su A aséptica, piensa que el de R. es un mote magnífico. Me pareció muy bueno el que puso Loli Jackson a la airada, certero e higiénico, pues era una persona de la que tan sólo sabíamos que se airaba, que se enfadaba por cualquier cosa. Un poco tontos son los de la inicial que en ningún caso quieren ser una pista sino meramente encubren un momento de poca inspiración.
El ironías vivió feliz sin mote, allá en los tiempos de la ciudad de la rana en la calavera, hasta que un día se dio cuenta de que todos llevábamos con naturalidad el nuestro y que, incluso, su uso se había convertido en una forma de demostrar afecto. De forma y manera que estar desprovisto de mote le debió parecer como estar desnudo y una noche, al salir de una fiesta de un piso, escudándose en cierto grado de ebriedad, empezó a acercarse a cada uno de nosotros y a susurrarnos que ya tenía mote. Era algo estrambótico, un pareado horrible en el que mezclaba algunas de las burlas que le proferíamos con cosas de su propia cosecha. A todo esto -no sé por qué- había cogido una flor roja de una jardinera de la calle y se la iba poniendo en la oreja al tiempo que, femeninamente, contoneaba las caderas.
Pretendía incluir en su mote –y lo consiguió- lo que él consideraba una posición de poder sobre nosotros, su capacidad para zaherir, para hacer mofa, befa, escarnio, burla, convirtiendo, por birlibirloque, su mote en un halago: El Ironías.
Le vimos hoy. Estuvimos con él escasamente una hora en Oviedo entre que iba a ver su nueva casa y volvía para enseñar su antiguo piso. Comentó que ayer salió el Molle en la contraportada del periódico con una cosa sobre Pipi Calzas Largas.
-Pero, -le dije- ¿salió foto de él?
-Sí, foto y todo, era algo de sus recuerdos de la infancia o no sé qué que se acordaba él de lo de Pipilota.
-Pipi Langstrum, Pipilota Rogaldina.
-¡Hay que ver, quién le haya conocido y ahora le escuche hablar así! Es como para no reconocerle.
-Sí, sí, se ha reinventado totalmente a sí mismo.
-Sí, sí. No deja de tener mérito lo suyo. Pero acuérdate de él, persiguiendo tetas al grito de pitones, pitones...
-Bueno, hombre, eran otros tiempos... Y, tú, ¿qué tal?
-Pues mi mujer entra ahora a las dos a trabajar y vuelve a las diez.
-Claro y tú aburrido...
-Yo, ¿por qué? Yo no me aburro.
-Pero tantas horas solo.
-Bajo películas de internet.
-Pero, ¿qué películas? Por qué si son como las que veíamos en tu casa de Salamanca...
-Películas buenas.
-Sí, en Salamanca, también empezamos así... que si películas serias, de autor, y ya ves cómo acabamos...
-Bueno, hombre eran otros tiempos.

martes, abril 11, 2006

Semana Santa













Bruno Marcos
Voy contracorriente. Contra mí una legión de cofrades con la cabeza descubierta, seguramente se dirigen hacia su punto de salida. Cada uno que pasa veo un rostro más antiguo, piel blanca, pelo negro, pelo peinado con agua, rictus, parece que avanzase hacia atrás en el tiempo, hacia la España de los sesenta, tres pasos más y más cofrades, los años cincuenta, los cuarenta, hasta que, al fin, unos chiquillos con sus túnicas pero con pelo largo, revuelto, incluso con algún piercing, me devuelven al presente.
En los bajos del palacio de los botines hay una exposición de Víctor de los Ríos, autor de todos nuestros pasos de semana santa y de muchas otras cosas. En el folleto de mano reproducen el fragmento de una entrevista que le hicieron en 1968. Le preguntan por los monumentos de España y dice: “Muy mal, están muy mal en todos los aspectos, están pésimamente emplazados y, además, estorban en las avenidas y calles. Ya es hora de que las ciudades europeas no emplacen más monumentos dentro de la metrópoli ni en sus jardines. Por malo que sea el paisaje, siempre es más noble que la ciudad para instalar en él una obra escultórica. El monumento urbano muere aplastado por las inmobiliarias y la circulación.”
¡Caramba con don Víctor, era el primer artista urbano efímero (por lo de los pasos que son esculturas que pasan) o el primer artista del land art, ahí donde lo ves, recordado por sus imaginerías de semana santa!
¡Cuántos enigmas! Dice la escueta biografía que, condicionado por duras circunstancias familiares, supo llegar a ser un gran artista neoclásico y que, luego, inició un giro hacia el cubismo que detuvo la enfermedad; sin embargo vivió hasta hace bien poco, 1909-1996.
Me han contado que el suegro de mi hermana, difunto hace muchísimo, era un negro de Don Víctor y que muchas de las figuras que los braceros pasean por nuestras calles pudieran tener más de él que del ilustre escultor. Para más detalle, diré que me han confesado que, cuando algún cliente llamaba, de improviso, a la puerta del estudio del artista, –sito, para más señas, en el arco de la cárcel, actual ccan y cnt- metía a estos ayudantes en los armarios y allí permanecían, en silencio y escuchando durante la visita, para que nadie sospechara que no todo el arte allí ejecutado salía de las manos geniales.
De vuelta a casa se me cruzan sus esculturas por la calle, me cierran el camino y tengo que pasar más de una hora en ese bar en forma de esquina que hay junto al convento, tan viejo, tan desastrado, de los que quedan pocos. Tal vez Víctor de los Ríos entró en él alguna vez y vio pasar sus propias esculturas. “¡Cuánto exceso fervoroso –pienso aburrido durante esa hora- en este mundo tan ateo!” Y, luego, me acuerdo, por cavilar de algo, de lo que nos comentó el espíritu de Haro Tecglen, hace dos días, en una comida deliciosa a la que nos invitó en el corazón del Bierzo. Decía él que toda su familia visita a un japonés que les clava agujas con fines terapéuticos y que también consultan con un iriólogo que adivina las enfermedades observando el iris del ojo, pero lo curioso es que esto lo contaba con cierta chisposidad mientras que, minutos antes, cuando comentaba que su tío anciano iba a misa, hacía un inciso explicando que no actuaba así por devoción sino por costumbre.
¡Qué interesante! ¿Tal vez toda esta marea de hombres, mujeres y niños disfrazados de penitentes en lugar de ir a misa vayan al japonés de la acupuntura o al iriólogo?
Surca la ventana de la tasca la última escultura de Don Víctor. Al final de la procesión veo yo las mías, cuatro nubes enormes de globos plateados, caminan más allá de las plañideras, los obispos y los abades. Son los parias, mis alumnos más desprovistos de todo, se conoce que se les ha presentado ese negocio. Uno de ellos me comunicó que no sabía leer como diciendo que llegado ya a ese punto, a ser hombre y no saber leer, que no le molestase con mis cosas. Y yo le enseñé, uno de los pocos días en que vino a clase, a calcar una moneda en un papel frotando con el lápiz por encima. Le dije, ante su emoción gráfica, en broma, que no intentase pagar en el mercado con los dibujos y él me contestó que si también salía con los billetes. Yo, como un rufián señorito, más tarde, usé el chascarrillo para hacer reír a mis amigos, y ahora aparece ahí, procesionando la nada que yo he esculpido en él, su miseria, la mía.

sábado, abril 08, 2006

FALSO ESTOICISMO

Bruno Marcos
El de R. detectó en mí a un gran estoico al observar mi reacción ante la noticia del destierro. Aún no sé si alababa tal estoicismo o si lo denostaba, seguramente ambas cosas. La verdad es que casi no me he quejado pero, ayer, cuando veía esa película en la que un exgladiador, exguardaespaldas de Julio César y exprotector de su sucesor, Octavio, contemplaba cómo su hijo vivía feliz lejos de él, en el seno de una familia patricia, y él se iba sin decirle que le había venido a buscar, me daban ganas de llorar.
De pronto eres consciente de que te vas fijando más en todas los films en los que aparece un padre que no puede estar con su hijo y te das cuenta de que el verdadero argumento de la obra no es -como dijera Gil de Biedma- envejecer sino amar, y, entonces, entiendes todos los melodramas de todos las historias que has deglutido -devorador de cuentos, de películas, de novelas- y que, en todas ellas, no hay más que cosas que te pueden poner muy triste porque te tocan donde te duele.
No sé si a los estoicos no se les notaban los sentimientos, si tan sólo se limitaban a no exhibir sus estados de ánimo o realmente no se dejaban arrastrar por las pasiones, si, tal vez, pretendían no sentir, no ser humanos. Si es así estoy a años luz de ellos.

Lo cierto es que siempre he encontrado hermosa la distancia, esa elegancia indolente de algunos, incluso cuando eran llevados al cadalso, o la pose de aquel dandy que, en el hundimiento del Titánic, se sirve una copa de brandy y permanece contemplando un cuadro mientras el barco se va a pique. No obstante dandysmo o estoicismo si no fueran más que una pose detrás de la pose podrían acabar por ser únicamente una conducta higiénica, algo muy útil a la desgracia que se ahorraría pataletas o histerismos. Quedémonos con el estoicismo sin excluir al rebelde.

miércoles, abril 05, 2006

aciago

Bruno Marcos
Lleva mi hermano día y medio colapsando mi correo electrónico con un mensaje al que titula, una y otra vez, aciago. En él va relatando sus percances con la huelga de conductores del metro madrileño salpimentándolo de apuntes políticos y sociológicos.
Pero para aciago lo que me va pasando a medida que me llegan sus misivas. Hoy me despierto y, a primera hora, me entero de que me destierran a un idílico rincón de nuestra geografía. El de R. me recomienda de inmediato una librería de viejo que él frecuentaba por allí y se enzarza en una extraña discusión con otra persona sobre si yo tendré oportunidad de ir por allí o no. Al descuido, me evado.
Después el de R., superando su pulsión anticuaria, –el día anterior me preguntó varias veces la hora hasta que le miré y desplegó su reloj de bolsillo- comenta que, cuando él trabajó con presidiarios por allí, todos provenían del lugar idílico. Alguien dice: “Pero... bueno... tú, Bruno, a eso ya estás acostumbrado”.”¿A tratar - pregunto yo- con presidiarios?“.“Bueno- responden- estos no están en la cárcel porque son pequeños...”
A. dice que le ha dado bajón hasta a él conocer mi exilio, pero, acto seguido, esboza una sonrisa malévola y afirma: “Yo sabía que te tenían que mandar a un sitio así, a un lugar demodé, con castillos y cosas así...”. Luego pasa a confesarnos que, tras la compra de un libro oblongo y antiguo de Poe, se siente muy identificado con el borrachín romántico. Yo, con maldad, le digo que le encuentro más semejanza con Mateo Morral, aquel que -por lo que cuentan-, en las tertulias madrileñas de 1900, anteriores al intento de regicidio, fue mandado a paseo por el hermano de Baroja al escuchar que este se tenía por anarquista : “Anarquista –gritó- sólo es el que tiene menos de cinco duros y cuando se tienen se deja de serlo” A lo que Mateo contestó: “Pues sepa usted que yo tengo más de cinco duros y soy anarquista”
No ofendido con la comparación nos invita a una cantina en la que el cantinero nos enseña el truculento proyecto que tiene de editar un libro con fotografías de los cementerios de toda la provincia acompañados de textos de la flor y nata de nuestras letras.
Después de mostrar algunas cruces medio caídas y tumbas tumbadas saca un cuadernillo de espiral en el que tiene apuntado su texto, el que él ha redactado para la sepultura de sus padres y se lo da a leer a A. Yo le increpo para que lo haga en voz alta y él, antes de obedecer, advierte que no tiene cualidades de orate. El cantinero, ni corto ni perezoso, le arrebata el cuadernillo de las manos y dice: “Yo sí que las tengo”. Recita su texto que, aunque estaba en prosa, suena a verso antiguo. Entonces digo: “Pero tienes que proponer a los escritores que hagan como tú, que escriban sobre la tumba de su familia”. Me contesta con un silencio un poco arcaico y añade que a él le gustaría que escribiera gente nueva, joven, sin nombre, y, en ese instante, A. me ofrece como un esclavo griego, como un escriba nómada, a lo que yo relincho: “Oye que yo ya tengo un nombre”. Se me toma como broma el apunte y A. dice que se refería a lo de joven, que claro, que yo ya tengo cuatro libros.
Yo, contento con mi vislumbre, le insisto al cantinero con lo de que haga a los escritores hablar de las tumbas de su familia, no sé por qué, quizás en una compulsión necrófila en el final de mi día aciago. El cantinero editor neorromántico y –por lo oído- rondador de cementerios da un respingo y arguye que es que tiene a un tal Diego ya, como loco, sacando fotos a troche y moche de las necrópolis más desastradas del contorno y que todo el asunto es más bien visual.
Como epílogo y no satisfecho con su ración de muerte y campos santos, nos informa de que ayer todos los pintores ya mayores se reunieron en su local y se fueron a despedir al abuelo que murió. Es -o era- aquel pintor tan simpático que se acercó a mí en mi primera exposición, con sus bigotazos blancos y su desaliño al estilo Einstein, y que no se extrañó de las extravagancias que yo exhibía ahí sino que me comentó las de Chantre, al que él enseñó a pintar y –se reía- pintaba calcetines y que, entonces -en ese momento-, no sé explicaba cómo había llegado a ser profesor universitario.
Total que nos despedimos. El cantinero se queda en su cantina con sus fotos de cementerios, A. se aleja hacia su casa pensando en que, aunque se creía más moderno, es como Poe, sin darse cuenta que todo es muy Poe, hasta el cantinero.
Yo, un poco confuso, me voy con ella hacia nuestra casa pisando las calles de esta ciudad que ya me harta tanto y que, no sé por qué, detesto. Voy como pisando un territorio al que estamos obligados a volver a la vez que a despreciar.
Quiero quedarme y sueño con huir, con que nos vayamos los tres, ella, yo y el hijo que esperamos a un lugar distinto, a una abstracción natural y arcaica, a una periferia absoluta, donde nada pueda dañarnos.

domingo, abril 02, 2006

1906

Bruno Marcos
“Uno es de donde nace... ¿no?” Me preguntó mi suegro. Él que se fue a la aventura sudamericana, como tantos otros, para ser recibido por esa fiesta de dinero y vida que tan a menudo usufructuamos los españoles. “Yo creo que uno es de donde le dejan vivir –contesté-, por ejemplo a nosotros nos echaron de donde nacimos”. Él asintió, como dando a entender que, aunque yo tuviera razón, debería ser al revés.
Otro día un alumno me comentó que él tenía que haber nacido en un sitio cálido, con mar, que él no tenía que ser de aquí... Yo le dije que uno es de donde tiene amigos, que ya puedes estar en el infierno que tener amigos te haría ver ese sitio como el paraíso.
En el anuario del Diario de León -que cumple cien años- aparece, en la primera página, la noticia más importante de 1906: Un muerto leonés en la boda del rey. Al lado, salen, sonrientes, Alfonso XIII y María Eugenia, en lo que debían ser los momentos previos al instante en que Mateo Morral tirase la bomba en un ramo de flores desde un balcón del número 88 de la Calle Mayor.
La desaparición de Eusebio Flórez Torbado, a la sazón hijo del alcalde de Sahagún y sobrino del famoso arquitecto Torbado, conmocionó a la sociedad leonesa en una tarde primaveral de 1906. 23 muertos y más de 100 heridos. La bomba rebotó en una guirnalda de un balcón y cayó desviada masacrando -ya entonces como en el terrorismo actual- al pueblo. Parece ser que los exquisitos modales del anarquista le delataron y, conmocionado por lo sucedido, al ser apresado se pegó un tiro no sin antes asesinar al guarda que le había prendido. ¡Qué escaso vuelo debió coger el dicho ramo de flores para chocar con la guirnalda! Probablemente le tembló el pulso en el momento de mandar a todas esas almas al cielo.
Me acuerdo que, en un email muy romántico, entre impresionista y naturalista, mi hermano me relató cómo se acercó él solo a ver la reciente boda de nuestro príncipe. Me decía cómo la multitud tuvo que retirarse hasta la plaza de la ópera en donde había instalado una pantalla gigante y que allí, bajo la lluvia torrencial, habían entrado en una especie de candorosa comunión.
Yo me preguntaba todo el rato mientras leía que qué pintaba él ahí, el único de nosotros leonés. Lo mismo se preguntarían, casi cien años antes, los que conocían a Eusebio Flórez Torbado.

sábado, abril 01, 2006

il miglior fabbro

Bruno Marcos
Al salir, desde la lejanía, a mi espalda, escuché una voz que decía: “¿Cómo que Aurora Boreal...? ¿Por qué me llamas Aurora Boreal...?
Seguí sin darme la vuelta para no convertirme en estatua de sal por mis pecados poéticos dando explicaciones a los personajes reales de sus dobles literarios, o para no perder, cual Orfeo, a mi Eurídice, la escritura del diario.
Se han enterado, alguien me ha delatado y el blog ha llegado a ellos, a los otros. Sabía que pasaría.
Al día siguiente investigué a cuántos alumnos había llegado la noticia de que existe este blog y de que algunos de ellos salen en él. Culminada la pesquisa les pedí discreción a los cuatro.
Ramsés me dijo: “Mola el nombre que me has puesto”. Luego se quedó meditativo y me preguntó: “¿No entendí yo tu novela?”.
“No... no quería decir eso en el diario –contesté yo- sino que la viviste tanto que creías que fuera verdad de verdad lo que en ella contaba y no una ficción y, por eso, me interrogabas como si yo tuviera todos los datos que te gustaría saber y que no aparecen en el libro”
Entonces miró hacia el horizonte y habló, como para un interlocutor imaginario, porque sólo estábamos él y yo en la calle: “¡Cómo me gusta como escribe Bruno!”
Y, de pronto, esa alabanza, que él apreciase lo que él mismo había vivido a través de mi relato, fue para mí algo totalmente nuevo, virgen. Me pareció que hubiera encontrado en mí una virtud, un don para convertir las cosas normales que nos suceden todos los días en un bien precioso, como quien encuentra un trozo de piedra y lo pule hasta sacar de él un diamante, como si fuera yo un artesano de cosas que no se tocan, un artesano de palabras, de sucesos, de sentimientos, de lo que nos pasa.
Con sus palabras estrené la sensación de ser un fabbro, un artesano de palabras, como en la dedicatoria que hace T.S. Eliot a Ezra Pound al comienzo de La Tierra Baldía, il miglior fabbro.